domingo, 28 de marzo de 2010

Corazón de Timmy Herbert

Ni en ataúdes, ni en vasijas, ni incendiado, ni devorado por gusanos, ni simplemente cadáver abandonado, rodeado por las moscas, en el fondo del río, ni en el baúl de un Volkswagen al costado de una ruta, ni cenizas en lata de Nesquik. Nada de eso quería ser el científico descubridor investigador, nacido de una espada de plástico luminosa, Timmy Herbert. Trabajaba, en su laboratorio, medio chicato, por los tubos fluorescentes, una especie de elixir, en un trabajo de alquimia sonora, que los muertos, los que están cruzados de piernas, del otro lado, dejen de estarlo, de serlo, y que los vivos, con sus piernas flexionadas, capaces de bostezar, una vez muertos, jamás vuelvan a estarlo. Pero vida eterna no, vida eterna no, sí, eso gritaba Timmy, encierro eterno, encierro eterno, eso gritaba Timmy y reía, el encierro, esa claustrofobia que siente la pasta dental, y que solo se alivia cuando nos olvidamos de ponerle la tapita, eso buscaba Timmy, muerte o encierro, en el laboratorio de Timmy, su calabozo sonoro, en el que nadie moriría, en el que todos nos encerraríamos, adentro de una melodía, nuestro nuevo hogar, pero cada tanto salimos a pasear y nos morimos de frío, y enseguida buscamos los bolsillos que no tenemos porque estamos desnudos, eso buscaba Timmy, encerrarse en un bolsillo, prisión perpetua en los bolsillos, aunque en el fondo, de su corazón, de goma espuma, siempre odió los pantalones.

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